Valentín Barreira jamás vio el mar hasta que tuvo 30 años.
Algo muy extraño por dos motivos.
El primero: no hablamos de la posguerra, aquel viaje bautismal fue hace tan sólo siete veranos.
El segundo: Valentín Barreira vive en una comunidad autónoma con 1.500 kilómetros de costa y en un pueblo que está a menos de dos horas de la playa.
Un pueblo bien pequeño. Uno en la provincia de Ourense que está pegando con Portugal. Uno donde sólo hay una familia: la suya. Lorenzo. Celsa. Agricultores jubilados los dos. Y el hijo único que les nació con parálisis cerebral.
Valentín no vio el mar hasta que tuvo 30 años. Y en las cuestas de Tomonte -que languidece día a día- jamás se vio una silla de ruedas motorizada como la suya.
Ni probablemente se vuelva a ver.
-¿Se acuerda?
-¿Cómo no me voy a acordar de la excursión? Vigo. Islas Cíes. Para ir por la arena de la playa iba tirando de la silla de mi hijo marcha atrás. Para Valentín fue un día estupendo. Lo único malo fue que, al volver, les pedí a los que estaban en el barco que me ayudaran a sacar al chico y me contestaron que ellos no tenían obligación ninguna.
Habla Lorenzo, se cruza el perro, asiente Celsa, mandamos callar a las gallinas y sonríe enseñando los dientes Valentín. Que es su forma de decirnos que sí, que efectivamente, que fue un día estupendo: su 95% de discapacidad le impide decirlo más claro.
La comarca de Verínabarca 162 pueblos que suman 26.500 habitantes. Donde Tomonte es como ese juego de las matrioscas rusas. Es una parroquia de una parroquia. Depende de Soutochao (que está a tres kilómetros), que a su vez depende de Vilardevós (que está 12). Con esa particularidad que tienen los capilares más finos: cuanto más lejos estás del corazón, menos sangre te llega.
Ocurre lo mismo en toda la España despoblada. No hay nada de nada o hay mucho de todo lo importante. Eso depende de la mirada.
La mayoría mira más lo que no hay. No hay gente, no hay bar, no hay tienda. Se fija en todo eso, decimos, antes que en el sabor del pan que nos dan a probar, en la cascada da Cidadella a la que nos llevan o en el tamaño de las cerezas rojas que no tienen dueño.
Nosotros miramos a la rampa.
-¿La hicieron ustedes?
-No. La mandamos hacer a un albañil hace 20 años -cuenta Celsa-. También quisimos hacer un montacargas para Valentín, pero no conseguimos que nadie viniera hasta aquí a hacérnoslo. ¿Quién iba a venir, a ver?
A más de una hora de Ourense.
Un chico con parálisis cerebral.
En la raya con Portugal.
¿Quién iba a venir?
A ver.
Si Valentín acabó yendo al mar fue gracias a una vecina de la parroquia de Vilar de Cervos (70 habitantes). Se llama Tamara Balboa, es trabajadora social, tiene 33 años, preside la Confederación de Centros de Desarrollo Rural, coordina una asociación llamada Portas Abertas y -en las Islas Cíes- convirtió a un hombre en un niño.
Hay comarcas que se definen por el lugar en que te citan.
Con Tamara hemos quedado en el Centro de Interpretación del Contrabando.
«Desde la ciudad siempre se miró con superioridad al medio rural, aunque somos 10 millones de personas con derechos. En los pueblos caló la idea perversa de que el éxito consiste en marcharse de aquí y los fracasados son los que se quedan.Estamos revirtiendo eso, pero hay mucho por lo que trabajar. La exclusión territorial es un círculo: cuantos menos servicios, menos población; cuanto más concentras los servicios, más concentras la población. Parece como si estuviesen preparando a los pueblos para el bien morir».
Si en términos genéricos, las gentes del campo viven en desventaja, ocurre más si hablamos de las gentes del campo con discapacidad.
El porcentaje de personas discapacitadas es levemente mayor en los pueblos que en las ciudades, según el Observatorio estatal de la Discapacidad. Una orografía de lija donde la inclusión es una entelequia, la accesibilidad es una ruina y las soluciones diarias recaen casi exclusivamente en la espalda añosa de la familia.
Hablamos de Valentín y la rehabilitación. «Le llevé a Madrid, Barcelona, Coruña… Todos los días le llevamos hasta Verín para la rehabilitación. Hasta que nos dijeron que sólo quedaba operarle de las piernas».
Hablamos de Valentín y el colegio. «Fuimos a escolarizarlo al Vilardevós, pero no había cuidadores, ni profesores adecuados, ni rampas. Era inaccesible para él. Luchamos y nada. Discutí con el director y todo. Me dijo: ‘Mire, se ponga como se ponga, aquí no vamos a hacer obras, es mucho dinero por un solo crío’».
Hablamos de Valentín y la silla de ruedas. «No tuvo su primera silla hasta que los 13 años. Nos costó 70.000 pesetas del año 95 y nos tuvo que ayudar la ONCE. Hasta entonces le llevábamos nosotros».
Las biografías de Celsa y Lorenzo ejemplifican a la perfección el patrón migratorio de la zona.
Ella se fue con 15 años al País Vasco a aprender a coser, regresó a los 20 al pueblo, se casó a los 22. Y hasta hoy.
Él se fue a Alemania a los 18 años, estuvo dos y medio trabajando en una fábrica de Opel, volvió al pueblo y conoció a Celsa. Y por fin fueron padres.
Si cierras los ojos, todo empieza y termina en Tomonte. También la playa.
Tamara le vuelve a preguntar a Valentín por aquel día garciamarquiano en que su padre le llevó a conocer el hielo a los 30 años. Y se le echa a caminar una sonrisa de convaleciente recién levantado.
-¿Qué habrá aquí en 20 años, Celsa?
-Nadie.
-¿Valentín?
-Cuando vamos a Verín tiene miedo de molestar, de golpear algún carro con la silla, se apoca… Aquí está mejor.